Nos mueve en la vida el ser correctos, el hacer lo mejor en todo lo que emprendamos y ver en los ojos de nuestro prójimo los mismos ojos de Dios, que nos mira y nos inspira a hacer el bien.
Así, ser bueno es tarea diaria, y solo lo conseguimos en nuestro trato con el otro, cuando pensamos en lo que sea mejor para ese otro.
La magia de la música es que habla a nuestra alma en un idioma que solo entiende lo más perfecto de nuestro ser. Y no busca que lo traduzcamos de inmediato: nuestra mente se entrega a lo que siente, al bien que nace al oír la armonía del sonido, sus inesperadas variaciones que se convierten en llamados agradables a los siempre muy bien guardados recuerdos, montados en inteligentes y acompasados deleites sonoros que saben acomodarse a los ya esperados movimientos del ritmo.
Y siempre, sí, siempre, la música nos hace llevar el alma a lugares de bienestar y perfección que nuestro espíritu disfruta con absoluta aprobación y sonreída entrega; y, en ocasiones, nos hace cerrar los ojos y llevarnos por las suaves carreteras del pentagrama, a convertirnos propiamente en música. Y también nos mueve al baile, a ser inevitables cómplices de la improvisación danzante, del especial ensueño de sus sonidos en el tiempo. Y en ese ondular de nuestros cuerpos en el aire, llevados por la posibilidad de hacer rutas en las que siempre somos libres, empapados de música, reina en nosotros la dicha, reina en nosotros el bien.
Por ahí, por esos espacios que puede darnos la música, amorosamente multiplicándonos el bien, es donde siempre, sí, siempre, está agachado, inesperado, listo para sorprendernos y muy dulcemente abrazarnos, el perdón.
Ese mismo, ese muy preciado y difícil de aceptar, reconocer y abrazar; el nunca bien amado y siempre necesitado: el perdón.
Después de dado, nos da sentimientos muy parecidos a la música. Por ello empecé hablando de ella, de su capacidad de hablarnos sin palabras ni códigos alfabéticos. Sonidos bien combinados en el tiempo, nada más.
Perdonar es dejar que solo lo mejor renazca, pensar que solo lo bueno, de ahora en adelante, sucederá, y que la misma dicha que recibimos cuando somos perdonados sabremos derramarla en abundancia sobre los que perdonamos.
En estos tiempos en que estamos tan ocupados todos en hacer realidad el convencimiento de que nacimos para triunfar, algo como la música, producida por seres humanos que la aman, nos está diciendo que el afán de vida nuestro requiere también de la preocupación de amar a los demás sin pensar en nada a cambio, amarnos por el solo hecho de ser todos hijos e hijas de Dios.
Pensar, en medio de nuestro accionar, en los especiales momentos de nuestra vida en los que hemos pedido perdón.
Y cuando tengamos que perdonar, sea nuestro Señor testigo de que, por encima de condenar, perdonamos.
Si deseas, puedo hacer una segunda pasada de estilo (fluidez, repeticiones, ritmo) o una versión para publicación periodística o litúrgica, manteniendo el espíritu del texto.
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