En el crepúsculo del año 2025, mientras las instituciones cierran sus libros contables y las familias preparan sus rituales de fin de año, el Congreso Nacional recibe entre sus manos un proyecto que promete rediseñar la cartografía completa de nuestra educación: la fusión del Minerd y el Mescyt en una sola entidad rectora.

No se trata de un simple ajuste administrativo ni de una reorganización burocrática más. Estamos ante la posibilidad de construir un puente donde antes existía un abismo, o el riesgo de crear un leviatán tan descomunal que termine devorándose a sí mismo.

El peso de la historia

Cuando en 2001 se decidió separar la educación superior en un ministerio especializado, respondíamos a una necesidad impostergable: otorgarle dignidad y autonomía a la universidad dominicana, sacarla de la sombra de lo preuniversitario para que respirara con pulmones propios.

Veinticuatro años después, nos preguntamos si aquella separación necesaria no se convirtió, con el tiempo, en una fractura que impide ver el bosque completo. Porque educar no es dividir; es tejer una red donde cada hilo sostiene al siguiente.

El Minerd administra la formación de casi tres millones de estudiantes, con un presupuesto que supera el 4 % del PIB. El Mescyt supervisa medio millón de universitarios y el delicado ecosistema de la investigación científica.

Fusionarlos no es sumar dos instituciones: es intentar que dos culturas organizacionales —una volcada a la masificación, otra a la especialización— aprendan a bailar al mismo ritmo sin que ninguna pierda su esencia.

Los desafíos como espejo de nuestra condición

La memoria institucional nos advierte: cuando en el 2013 se implementó la Jornada Escolar Extendida, la descoordinación fue el pan de cada día. Maestros sin capacitación, escuelas sin comedores, promesas que llegaban tarde. Si aquello ocurrió dentro de un mismo ministerio, ¿qué podemos esperar de la convergencia de dos estructuras con lógicas distintas?

Pero el verdadero desafío no es meramente administrativo; es epistemológico. ¿Cómo armonizar la urgencia de garantizar un pupitre con la paciencia que exige formar un investigador? ¿Cómo hablar de excelencia académica cuando miles de estudiantes todavía carecen de internet, ese oxígeno invisible del siglo XXI?

La desarticulación curricular que padecemos es, en el fondo, una metáfora de nuestra fragmentación social. Un bachiller que llega a la universidad y descubre que debe volver a aprender matemáticas básicas no es víctima de un currículum deficiente: es testigo de un sistema que nunca se pensó a sí mismo como un continuo, como un relato que debe tener coherencia desde el primer capítulo hasta el epílogo.

La propuesta de crear un expediente digital único para cada estudiante —desde primer grado hasta el doctorado— es seductora en su elegancia. Imaginar que la biografía académica de cada dominicano viaje con él, certificando competencias y abriendo puertas, es imaginar un país que finalmente toma en serio la continuidad del conocimiento. Pero las promesas tecnológicas suelen naufragar en la costa de la improvisación.

El Mescyt ha construido durante dos décadas un sistema de evaluación y acreditación que, con todas sus imperfecciones, representa un logro civilizatorio. Perder esa memoria institucional en nombre de la eficiencia administrativa sería como quemar los archivos de un museo para ganar espacio. La calidad no se negocia, no se diluye, no se pospone.

La conversación pendiente

Toda gran transformación educativa requiere algo más valioso que presupuesto o leyes: requiere conversación ciudadana, ese arte perdido de escucharnos sin prisa. El Pacto Nacional para la Reforma Educativa de 2014 demostró que, cuando nos sentamos juntos —maestros, rectores, estudiantes, sociedad civil—, somos capaces de construir consensos que trascienden los ciclos políticos.

Esta fusión no puede ser un decreto emanado desde la penumbra de los despachos gubernamentales. Debe ser un proceso vivo, participativo, donde cada voz encuentre eco. Porque la educación no se reforma desde arriba: se transforma desde las aulas, desde el compromiso cotidiano de quienes creen que enseñar es un acto revolucionario.

El año 2026 llega cargado de promesas y amenazas. Esta reforma puede ser la oportunidad histórica para cerrar las fracturas de nuestro sistema educativo, o puede convertirse en un naufragio administrativo más. Todo dependerá de nuestra capacidad para ver la educación no como sectores separados, sino como un organismo vivo que respira desde la primaria hasta el doctorado, desde el aula rural hasta el laboratorio universitario.

Al final, educar es tejer destinos. Y el 2026 nos pregunta: ¿seremos capaces de sostener el hilo sin romperlo?

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