En la sala humilde donde hoy pesa el silencio, Perla Jokasta Santos Pacheco, la joven ultimada en Los Guandules, sigue presente en cada foto, en cada recuerdo, en cada palabra quebrada de su familia. Tenía 19 años. Tenía sueños y una vida entera por delante.
“Mi niña era alegre, ejemplar. Todo el mundo quería a mi nieta”, dice su abuela, Eugenia Lorenzo, mientras muestra una imagen de su nieta como si con eso pudiera protegerla todavía. La voz se le quiebra, pero no se detiene. “Tenía derecho a salir a camino. No se merecía una muerte así”.
Para Eugenia, Perla no era solo una nieta: era la luz de la casa, la que cuidaba, la que ayudaba, la que sostenía. “Ella estaba empezando su vida. Con deseos de vivir.”, repite, como quien intenta convencer al mundo de algo que jamás debió ponerse en duda.
Perla había terminado la escuela y soñaba con ser abogada criminalista. Quería formarse, entender la ley, ayudar. “Ella quería estudiar, ella quería ser alguien”, recuerda su abuela. Pero ese futuro quedó truncado de forma violenta.

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La que cuidaba a todos
Además de estudiar, Perla cargaba una responsabilidad enorme para su edad. Era quien atendía a sus dos hermanos menores, uno de ellos con condición especial, para que su madre pudiera trabajar.
“Ella era la que los cuidaba, la que le daba la comida, la que estaba pendiente”, cuenta la familia.
La madre de Perla, Linnete Pacheco, es descrita por sus familiares como una mujer trabajadora, una profesora dedicada, una madre ejemplar que confiaba en su hija mayor para sostener el hogar. “Ella se iba a trabajar tranquila porque Perla se quedaba con los niños”, explican.
Un vecino, no un desconocido
De acuerdo con los familiares, la persona señalada como presunto responsable del crimen, el mayor del Ejército Diego Mesa Arismendy, vivía apenas a tres casas de la vivienda de Perla. No era un extraño. Era alguien que conocía el entorno, la rutina y a la familia.
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La ausencia que duele
La tía de Perla, Yohanna Rojas, la describe como “una niña trabajadora, responsable, estudiosa, una muchacha de bien para la sociedad”. En su voz no hay exageración, solo frustración. “Y, sin embargo, a gente buena como ella es a la que le pasa esto”.
La familia vino desde Cambita, San Cristóbal, para acompañarla, para despedirla, para exigir justicia. No viven en la capital. No estaban preparados para esto. Nadie lo está.
Hoy, en esa casa, ya no se escucha la risa de Perla. Pero su nombre se repite como promesa, como exigencia.
La pregunta en el aire es dolorosa: ¿cómo evitar que otras historias de vida terminen tan pronto como comienzan?
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