En la administración pública hay corrupciones que duelen… y otras que aterran. Porque no es lo mismo robarse un asfalto mal medido que tocar la caja registradora del principal instrumento de protección social. El caso que sacude al Seguro Nacional de Salud (Senasa) no es solo un expediente judicial: es una radiografía de lo que ocurre cuando los organismos llamados a supervisar el manejo de los fondos públicos bajan la guardia. ¿Cómo es posible que todo saliera a la luz por una investigación periodística? Y si acaso lo sabían, ¿qué les impidió actuar?

De acuerdo con la investigación presentada en los tribunales, el Ministerio Público atribuye a los imputados un perjuicio superior a los 15 mil millones de pesos en el entramado investigado. En el debate público se han mencionado cifras mayores, incluso montos que podrían escalar, pero lo jurídicamente sólido —por ahora— es lo que sustenta el expediente de la acusación. Y con eso basta para dimensionar la magnitud del golpe.

El proceso avanzó con rapidez. La Oficina de Atención Permanente del Distrito Nacional impuso 18 meses de prisión preventiva a Santiago Hazim y a otros seis imputados, y dictó arresto domiciliario e impedimento de salida a otros tres, además de declarar el caso como complejo. Es una decisión que, sin prejuzgar culpabilidades —en justicia la condena se escribe al final, no al principio—, envía una señal institucional clara: cuando el dinero público se mueve en red, la respuesta del Estado también debe ser en red.

Pero lo más alarmante es el terreno donde ocurre. Senasa garantiza cobertura a 7.4 millones de afiliados, y la propia entidad ha insistido en que los servicios continúan pese al impacto del caso. Traducido al lenguaje llano: aquí no se afecta a una institución abstracta, sino al motoconchista, al envejeciente, a la madre soltera, al obrero, al trabajador de salario mínimo y presupuesto contado.

Las consecuencias se multiplican como un virus que invade varios entornos. En el económico, cada peso distraído es un peso menos para pagar a tiempo a los prestadores de servicios, fortalecer la atención primaria o garantizar medicamentos. El costo real no es solo lo robado: es la deuda de confianza y el deterioro operativo que queda.

En lo social, el daño es progresivo. Quienes tienen recursos se refugian en lo privado; los más vulnerables esperan turno, receta o autorización. La corrupción en salud se parece demasiado a una enfermedad que siempre “elige” al paciente más pobre.

En el plano institucional, la sospecha generalizada convierte a médicos, farmacias y gestores honestos en sospechosos por defecto. Cuando la confianza se cae, crecen los fraudes pequeños, los atajos y el “sálvese quien pueda”. También hay un costo político y ético. El presidente Luis Abinader ha repetido una frase que aquí funciona como prueba de fuego: “Tengo amigos, pero no cómplices”. La cercanía personal no puede blindar a nadie frente a la ley.

El propio expediente, según reportes de prensa, habla de contratos cuestionados, desprecio a los procedimientos establecidos por ley y mecanismos para incorporar prestadores que no cumplían requisitos o que habrían ingresado mediante sobornos. Si eso se confirma en juicio, el mensaje será brutal: el problema no era una manzana podrida, sino un sistema de incentivos y controles que permitió que la manzana montara un colmado.

¿Qué lección deja este caso? Una obvia: los controles no pueden ser un trámite; deben funcionar como freno de emergencia. Auditorías continuas, trazabilidad digital de autorizaciones y pagos, compras públicas con vigilancia real. En salud, el diablo no está en los detalles: está en las facturas.

Porque cuando se corrompe el seguro del Estado, no se roba al gobierno. Se roba tiempo de vida. Y eso, en cualquier código moral y en cualquier presupuesto, sale muy caro.

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