En la provincia Bahoruco, donde las cifras oficiales llegan tarde y los discursos casi nunca llegan, vive Gringulina. Tiene tres hijos, un minifundio fatigado y un chivo flaco que funciona como cuenta de ahorros, seguro educativo y última defensa frente a la pobreza. No es metáfora: es economía doméstica en su forma más cruda.

Cuando la necesidad aprieta, Gringulina intenta vender anticipadamente la carne del chivo, pero el mercado, ese mismo que se presenta como árbitro justo del progreso, solo responde con tres libras reservadas. Tres. El animal, condenado a morir, sobrevive no por abundancia, sino por falta de compradores. Bala débilmente, como celebrando una absolución que no es milagro, sino síntoma.

El chivo de Gringulina queda vivo por insolvencia colectiva y se convierte, sin proponérselo, en símbolo de una economía que promete crecimiento mientras la sobrevivencia se administra a fuerza de resignación. En Bahoruco, el país no se mide en porcentajes, sino en balidos: largos, persistentes y ausentes de los informes oficiales.

El chivo que no muere y la economía que aprieta

Desde una oficina con aire acondicionado, alguien llamaría a Gringulinaemprendedor resiliente”. Él lo llama sobrevivir. El chivo no es un animal cualquiera. Es flaco por vocación nacional. Aprende temprano que engordar demasiado es peligroso en un país donde todo lo que engorda termina en el mercado, y todo lo que llega al mercado corre el riesgo de no venderse.

Cada cierto tiempo, Gringulina mira al chivo con la solemnidad de quien revisa una cuenta bancaria imaginaria. Con ese chivo paga un mes de universidad. No es optimismo: es aritmética rural, exacta y cruel. Pero cuando anuncia la venta anticipada de la carne, el mercado responde con su sabiduría suprema: sólo tres libras reservadas. Ni una más. La economía ya habló.

El chivo queda condenado a morir y luego absuelto por insolvencia colectiva. Bala sorprendida de seguir vivo. No es un balido alegre, sino institucional, casi administrativo: meee… meee… Sobrevive no por abundancia, sino por pobreza generalizada.

Desde ese momento, el chivo asume su nuevo rol histórico. Ya no es ganado: es símbolo. Representa una economía que promete sacrificios productivos, pero solo sacrifica cuando hay con qué pagar. En este país, no muere el que estorba, sino el que todavía tiene precio.

El eco que no llega al Palacio

Muy lejos de Bahoruco, el poder celebra cifras y el crecimiento sonríe en gráficos de colores. La inflación es “transitoria”, la pobreza, heredada. Nadie menciona al chivo, porque los chivos no entran en los informes: no votan, no cotizan y no asisten a inauguraciones.

La “mano amiga” del Estado no llega hasta donde Gringulina ordeña su café y su resignación. No porque no quiera, sino porque el brazo se queda corto o está ocupado inaugurando obras que no pasan por Bahoruco. Allí, donde la inflación tiene nombre propio y apellido humilde, la sobrevivencia es el único proyecto nacional que funciona sin préstamos ni conferencias de prensa.

Dicen que los pobres dominicanos se parecen a la cigua, ese pajarito que sale cada mañana sin saber dónde encontrará el sustento. Hoy ni las ciguas se atreven a volar tan lejos: el combustible de la esperanza también sube de precio y no acepta pago en discursos.

¿Puede el presidente imaginar, desde su despacho climatizado, la tragedia que se esconde detrás del balido de un chivo flaco? Difícil. En la narrativa de un país en “transformación histórica” no hay espacio para chivos anémicos ni para emprendedores que venden tres libras y se quedan con el resto del desaliento.

Gringulina no espera milagros. Sabe que aquí los milagros ocurren en los discursos y casi siempre en año electoral. Lo que espera es algo más modesto y, por eso mismo, más subversivo: justicia, precios que no se disparen y un país donde criar un chivo no sea un acto de resistencia económica.

Su chivo —flaco, vivo y condenado a seguir viviendo— es una metáfora demasiado precisa. En este país no se muere quien no produce, sino quien intenta vender. El mercado no lo mata por crueldad; simplemente no lo quiere ni muerto.

Y así avanza el país: como el chivo de Gringulina. Flaco, vivo y fuera del presupuesto. Salvado no por el crecimiento, sino por la imposibilidad de consumo. Aquí no hay prosperidad que chorree; hay cifras que no caminan y discursos que no balen.

Lo único que se oye, cuando el polvo baja y el día se acaba, es ese balido largo y persistente que no llega al Palacio, pero insiste, balido tras balido, en recordar una verdad incómoda: esta economía no crece; se queda viva porque nadie puede comprarla.

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